Ella era consciente de lo arduo que era su pequeño mundo. Aún así, un millón de lunas atrás, se juró a sí misma que se sentiría siempre feliz. Feliz de cualquier forma. Feliz en todos los sentidos. Feliz por cualquier razón. Se prometió esbozar una sonrisa cada madrugada aun cuando encontrase millones de motivos para romper a llorar. No obstante, su frágil personalidad la hacía verse sumergida constantemente en una montaña rusa de emociones. Un frenesí que le quitaba el sueño sin remedio alguno. Pero si por algo era fácil de reconocer de entre la multitud era por el blues al ritmo del que bailaban sus dos ojos verdes. Ojos de mirada infinita. Ojos que susurraban sin palabras.
Todavía recordaba la armoniosa melodía que componían aquellas ocho letras que tejían los labios de quienes en otra vida la amaron. Ella creía en el amor, pero estaba segura de que no era como lo retrataban. Para ella era una simbiosis de dos almas que bailan al son del mismo compás.
Solía congelar a menudo el ritmo de su vida para así saborear cada instante en su propio cosmos. Se deleitaba imaginándose ella misma siendo un precioso ave. Un ave libre de cientos de colores volando por el cielo sin cesar.
Se dice que todos los amaneceres acudía a la estación de trenes más cercana en un intento de descubrir cuál sería la locomotora que la llevaría hasta aquel remoto destino. Aquel en el que, según leyendas, se perfilaba todo o nada, según las fronteras de la imaginación de cada uno, junto con un modesto cartel de madera en el que se daba la bienvenida a El fin del mundo.
En realidad, no sé quién es ella. No sé su nombre ni su identidad. No sé a dónde va y de dónde viene. No sé ni siquiera si de verdad existe o forma parte de otro de mis sueños. Todo lo que sé me lo contaron sus ojos.
No comments:
Post a Comment